El 8 agosto del año pasado me vi sentado en
un pupitre, enfrentando, por fin, uno de mis más grandes traumas: la escuela.
Los pocos que son muy cercanos a mí y me conocen de hace tiempo saben que me
propuse una sola cosa, misma que me dijeron cuando les avise que sí me había
quedado en la Universidad: cierras el hocico.
Para mí la escuela ha significado el lugar
donde está prohibido pensar y opinar,
expresar lo que mi torpe cabecita alcanza a formular me valió desde
reportes, hasta insultos y bajas definitivas, en el mejor de los casos risas de
“profes” y compañeros que confirmaban lo idiota que uno es. El lugar que más he odiado es la escuela, el
epicentro de la frustración, sobre todo quienes me dieron alguna materia en
CEDART me dejaron ver que la docencia era la forma en que el frustrado podía no
morirse de hambre y de paso joderle la vida a más de uno, sobre todo a los que
tenían talento.
Punto y aparte, porque juro que recordar
primaria, secundaria y la puta prepa Bellas Artes me eriza la piel. El caso es
que ahora que entré en la UPN me voy de espaldas, es la primera vez en la vida
en que me va bien en la escuela ¡la primera! Y no sólo eso, es la primera
cabrona vez que estoy aprendiendo cosas útiles ¡en la escuela!
No sé si los dioses se estén burlando de
mí, o me estén diciendo “a ver si es cierto”,
o qué carajos, pero el hecho de haber tenido a tres eminencias en primer
semestre (¡en primero carajo!) me despabiló y me dio más ánimo que el café de
la mañana. Haber tenido a tres personalidades dándome clase, guiándome,
respondiendo a mis (pendejas) preguntas, iluminándome, me ha hecho replantear
muchas cosas. Ni yo me lo creo, pero ahora encuentro con que hay personas que a
pesar de publicar ensayos e investigaciones en el país y en el mundo (elija usted
el idioma), de haberse codeado con escritores de la talla de Carlos Fuentes o
Montemayor, de ser solicitadas para conferencias en Europa y América, también
son docentes por pasión y convicción.
Puedo presumir también de tener profes más
mortales que las tres de arriba, increíblemente aquí me vine a encontrar al
primer psicólogo cuerdo y capaz de enseñar algo más que poses y recetarios mal
aprendidos, ¡el primero! Y sigo incrédulo.
Hasta ahora, en segundo, sólo me ha tocado
un verdadero imbécil, tan, tan, pero tan estúpido que me recuerda a los
CEDARTIANOS: el pendejo que leyó dos o tres libros, vio cinco o seis películas,
no pudo hacer nada de su vida, pero se siente ungido por los dioses, cuida la
pose todo el tiempo y para poder comer viene a dar clases de algo que no sabe y
de paso a cogerse niñas a cambio de un nueve o diez, tristemente supongo las moscas son necesarias
en las sopas, pero soportar a un imbécil no es lo mismo que toda la plantilla
de docentes esté compuesta por ellos.
Este es el primer año que podré añadir
nombres o apellidos a mi lista de Maestros, el primer año en mi vida que
encuentro Maestros en una escuela: ¡Larga vida a los Cucho Valle y a los Micha!
¡Fructífera, buena y larga, pero muy, muy larga vida a las Vachi, Soto, y Okolova!
¡Larga vida a los Joeles y Juán Josés de la UPN y de cualquier escuela! ¡Vida
eterna a los Maestros Sabina, Borges, Gala, Cernuda, Benedetti, Vega, Moliere,
Machado, de Biedma, Shakespeare (aunque no haya existido), Fo, Galileo,
Sabines, José Alfredo, y todos esos que siendo Dioses, nos comparten su
divinidad!
Y que mueran pronto los Balandra, las tan
frustradas Cuc, los tan frustrados Mendoza, mueran los que se dicen doctorcitos
y en una secundaria sólo atienden a las niñas de falda corta con la puerta
cerrada del consultorio. “A todos los idiotas que van asesinando en aulas con
clases más mediocres que una misa por lo civil, cerrando calles, quemando
camiones, enseñando las innobles
prácticas del soborno, pidiendo las nalgas a las y los que deberían de enseñar
algo más que a pedir perdón por haberlos conocido…” A todos esos malditos hijos
de puta que escogen la docencia como medio para joderle la vida a tantos y
tantas, que se mueran pronto o dejen de joder, amén.