Era una salita pequeña, de cien butacas a lo más, era mucha
locación para aquel cursito o taller. La salita estaba iluminada con luz de
trabajo pero el instructor había mandado a iluminar el centro del escenario con
un cenital. El instructor, discípulo de Azar (lo mejor en su currículum, o al
menos lo que más le dejó), llegando bastante tarde finalmente hizo su entrada
teatral por entre los pasillos, nos barrió a todos, habremos sido
veintitantos.
- ¿Quién cree en dios? ¿O en los dioses?
Fui el único tarado que alzó la mano. Creo en ambos, en ese
hijo de puta que, según las sagradas escrituras, lo mismo puede ahogar a un
pueblo entero que mandar a matar a su hijo por divertirse un rato; y en esas
cabronas divinidades tan mundanas, tan piadosas y mezquinas.
Bajé mi manita y él se rió. Señaló a alguno de los
asistentes y lo puso de pie.
- ¿Usted no
cree en dios o en los dioses?
- No. La razón…
- Los escépticos no son buenos para el teatro.
Mírelo, mírenlos… – Sin subirse al
escenario el tipo señaló la luz del cenital – ¿Cómo no pueden creer en algo que ven, que
está frente a ustedes? Ahí está, ahí está dios y ahí están los dioses.
El escenario, ese monstruo cabrón, ese dios que lo mismo
puede ser tan misericordioso y que a veces no tiene piedad de quienes lo pisan. Ese
espacio fuera del espacio, atemporal, que puede aniquilar o dar, a través de lo
efímero, vida eterna.
No sé qué explicación física pueda dársele al
escenario, sé que mucho de la magia del
medievo era en realidad ciencia incomprendida. No entiendo lo que pasa ahí
arriba, sólo sé que desde abajo es evidente cuando el escenario masacra a quien
no quiere y cobija a sus elegidos.
Yo no sé si dios o los dioses, algún fantasma, o alguien en
verdad esté ahí habitándolo lo mismo en el obscuro que entre luces o
bambalinas, pero hoy recordé aquello, y así como no entiendo las sombras que
veo, los sonidos o voces que a veces llegan, pero sé que aquí están y son
reales, después de años tampoco entiendo la magia que hay en ese lugar, pero sé
que es real, y sé que así como los fantasmas a veces hasta se dejan grabar, el
escenario es cabronamente sincero, y no acepta intrusos, no acepta a quienes no
ha tocado, supongo que para ellos está el cine y la tele, pero la tabla, el
telón, la escena… La belleza de ver
cobijados a quienes acepta es comparable con el terror y aburrimiento de ver a
quienes desprecia.
Yo que siendo tan hereje peco en el exceso de respeto a ese
terreno sagrado. Lo que sea que viva ahí arriba es eterno. Y aunque uno normalmente prefiere salir de la
sala antes que seguir viendo la masacre que el escenario hace con quienes lo
pisan hoy la envidia de ver a un par de elegidos me hizo recordar
aquello.