Durante
mi estancia en aquel pueblo de la sierra de Oaxaca, llamado Natividad, todas
las noches cenaba en casa de una familia que se componía de un niño como de
cinco o siete años, su madre, un señor ya entrado en años y su esposa. Terminada
la cena regresaba a mi casa. Constantemente el señor me recomendaba cargar siempre
cigarros y cerrillos, decía que el alquitrán y el tabaco ahuyentan a los malos
espíritus. Jamás se me había ocurrido mejor pretexto para traer cigarros.
El
trayecto para regresar a casa era siempre el mismo: bajar por una calle
bastante inclinada, cruzar la cancha de basquetbol que había en el pueblo,
pasar ladera abajo la primaria, rodear una fuente y finalmente caminar por una vereda que me llevaba a la casa que rentaba.
Desde
la primera noche que llegué al pueblo un perro negro bastante grande estaba siempre
echado frente a mi puerta pero al verme llegar se retiraba para darme el paso, yo
lo agradecía ya que desde niño padezco cierta fobia a los perros. Los días siguieron pasando, la rutina después
de cenar era siempre la misma.
Una
noche que hacía más frío del habitual se me antojó un cigarro y como siempre cargaba
una cajetilla saqué uno, pero después de prenderlo, antes de cruzar la fuente,
escuché un aullido que apuesto hubiera estremecido a cualquiera, luego los
ladridos de un perro empezaron a oírse, supuse que era el perro que siempre
estaba en mi puerta, así que caminé un poco más lento esperando que el animal
dejara de ladrar, sin embargo los ladridos eran cada vez más fuertes y los
aullidos, me atrevo a decir, adquirían eco. Asustado por cómo me recibiría tiré
el cigarro para tomar una piedra del camino pero al llegar a casa el animal
estaba tranquilo, tan tranquilo como siempre, y aunque creo que observó la
piedra que llevaba en mi mano hizo caso omiso de ella yéndose.
Ya
en casa preparé café y me puse a leer, pero a mitad de la lectura una duda me
asaltó: ciertamente el perro estaba ahí todas las noches como esperando que yo
llegara, como si cuidara la casa en mi ausencia, y al verme llegar
aparentemente se iba, pero estando yo adentro ¿el perro estaría afuera, o realmente
se iba? Aquella noche los ladridos y los
aullidos ya habían sido suficiente emoción por lo que decidí posponer la
curiosidad.
En
la cena comenté el suceso de la noche anterior y todos dijeron haber escuchado los
aullidos y ladridos, les dije que probablemente habían sido del perro que
siempre estaba echado frente a mi puerta, los miembros de la mesa comenzaron a reír, yo
me sentí incómodo al no entender el porqué de sus risas. El señor me explicó
que los ladridos y aullidos de la noche anterior no eran de un perro común y corriente, sino de el Nahual.
– ¿El
qué? –pregunté como quien es alumno de otro idioma.
– El
Nahual –me repitió el señor– Unos dicen
que es un mago que tiene la capacidad de convertirse en perro o en gato, otros
aseguran que es el diablo. –con una sonrisa burlona le di un trago a mi taza de
café y el señor continuó– Los que dicen
haber visto al Nahual cuentan que es un perro de color negro, tan negro que se
confunde con la noche, un perro grande. Los que lo han visto en forma de gato
cuentan más o menos lo mismo, un gato gigante y tan negro que sólo los buenos
cazadores pueden distinguirlo entre la obscuridad –mi burla y escepticismo
disminuyeron un poco y disminuyeron más cuando el niño tomó la palabra.
– Pero
cuéntele del viajero abue.
– ¿Qué
viajero? –pregunté al señor.
– Es
una tontería joven, no vale la pena –interrumpió la señora que vio mi cara de
citadino asustado.
– Por
favor –insistí.
– Fue
hace mucho tiempo, yo era apenas un
mocoso como mi nieto, él lo menciona porque
a veces lo asustamos con esa historia cuando no quiere obedecer. Fue un turista que pasaba por aquí
y el pueblo le gustó para quedarse un tiempo. Era un hombre alto, amable. Todos
en el pueblo lo recibimos con los brazos abiertos, somos muy hospitalarios. Los
primeros meses se veía contento, pero luego empezó a cambiar, se veía cada día
más raro, a veces ya ni saludaba. Se notó a leguas que dejó de comer, se puso
bien flaco, y caminaba como asustado. Los adultos nos decían que ya no nos acercáramos
a él, y cada que nos veían saludándolo nos regañaban. Yo una vez lo vi en la
noche, corriendo, jamás he vuelto a ver
a una persona correr así. De repente una mañana dejamos de verlo, todos
pensaron que se había ido al monte, o a la ciudad, o a algún lugar, pero
después de una semana nadie daba razón de él, quince días y nada, hasta que se pasaron
meses la autoridad decidió entrar a su casa. Me acuerdo que acompañé a mi papá
a tirar la puerta con otros dos tíos y unos vecinos, el síndico dijo que nada
de agarrar cosas, que había que buscar una agenda o una credencial, no encontramos
nada. Pasaron como tres meses y un día el finado Don Eustasio bajó del monte
corriendo, no traía su escopeta, cosa rara en Don Eustasio. Venía bien
asustado, me acuerdo que mi mamá y su comadre Lencha tuvieron que darle una
buena rociada de alcohol. Ya que se calmó dijo que no diría nada hasta tener a
un sacerdote enfrente. Esa misma noche llegó un cura, todo el pueblo fue a casa
de Don Esutasio, el pobre estaba blanco y a cada rato le daban
escalofríos. –el señor empezó a mover la
cabeza de un lado a otro y le dio un trago a su café– Habíamos un resto de chamacos ahí, a nadie se
le ocurrió sacarnos o hacer algo pa´ que no escucháramos las tarugadas que...
– Son
cosas serias –interrumpió la señora– No tarugadas como tú dices.
– Tú
también estabas ahí, no digas que no te sonaron a tarugadas.
– Pero
acuérdate que luego fuimos a verlo y lo que se ve no se juzga.
– Bueno,
bueno, el caso es que Don Eustacio dijo que había encontrado al viajero, estaba
en el monte, muerto, pero lo raro es que no apestaba a podrido, a muerto, sino
como a azufre y que tenía unas mordidotas como de perro en las piernas y en los
brazos, y que todo el cuerpo estaba arañado y parecía como si todavía sangrara.
Todos los que estábamos ahí escuchándolo nos quedamos callados, no sabíamos que
hacer, la mirada del pobre hombre se perdía, parecía como si todavía pudiera
ver al muerto. El cura sólo le dio la bendición y dijo que había que ir por el
cadáver. Unos se apuntaron para ir y otros para cavar la tumba, había que
tenerla lista pa cuando el cuerpo llegara.
A
estas alturas yo estaba impresionado por el rostro del señor, sus manos
empezaban a temblar, la señora sólo movía la cabeza como queriendo no recordar,
y el niño que había pedido la historia estaba casi tan intrigado como yo.
– Todos
éramos una bola de escuincles metiches y morbosos. –continuó el señor– Nos
organizamos para seguir a los adultos y que no nos vieran, queríamos ver al viajero. Parece increíble que no se
hayan dado cuenta de que los seguíamos hasta que empezamos a pegar de gritos al
ver al muerto. De veras joven, era una cosa horrible, estaba igual de alto y se
veía igual de fuerte que cuando llegó, parecía como si estuviera vivo, tenía
los ojos bien abiertotes, la boca abiertota, pero en las piernas y los brazos
se le veían unas mordidas horribles, y en el pecho los arañones de quién sabe
qué animal, de veras que él sangraba joven. Toda la bola de escuincles
empezamos a gritar, los adultos agarraron a las niñas que iban con nosotros y
les taparon los ojos, dos o tres vomitaron, una si no mal recuerdo hasta se
desmayó. Dos señores nos bajaron al pueblo y los demás se quedaron para recoger
al pobre hombre. El tiempo pasó, lo enterraron y todo, después vinieron los
comentarios: Que fue un león el que le hizo eso, que fue un lobo, que fue el
sereno. Hasta que un día un viejo con toda la seguridad del mundo dijo: fue el
Nahual. Nadie se atrevió a contrariarlo. El Nahual en forma de perro, pos se dicen
que había pelos de perro en el cuerpo, y los arañones… créame, eran de
auténticas garras. En paz descanse.
El
pobre señor sudaba y los ojos se le movían de un lado a otro, como buscando un
punto para eludir el recuerdo. Mientras tanto el niño que ya conocía la
historia al derecho y al revés estaba mucho menos asustado que yo.
– ¡Ay
abue! –dijo el niño molesto– ¿Por qué no le ha dicho lo de la casa?
– Cállate
pinche escuincle –lo reprendió la madre.
– ¿Qué
casa? –pregunte.
– Ninguna
joven, ninguna... –dijo la señora levantándose de la mesa bastante nerviosa.
– La casa donde usted vive –dijo el niño– Es la
casa de aquel señor, el de la historia que acaba de contar mi abue. ¿Verdad má?
Mi
mirada se dirigió al señor esperando una respuesta negativa, pero él sólo
afirmó.
– Sí
joven, esa es la casa en la que hace más de sesenta años yo acompañé a mi padre
a tirar la puerta. –el niño estaba feliz, al fin habían contado la historia
completa.
El
perro estaba enfrente como todas las noches e igual que siempre al verme llegar
se retiró, entré con más frío del habitual, puse café y me prepare a leer. ¿Y
si el perro sigue ahí? Tenía la piel de gallina, sin embargo no había escuchado
aullidos ni ladridos; no me quedaría con la duda, salí a ver.
No
había un perro fuera de mi casa, había un hombre alto, viendo de un lugar a
otro, como vigilando. Yo estaba asustado, no sentía las piernas, pero recordé
lo del cigarro: “el alquitrán y el tabaco ahuyentan los malos espíritus”. Si el
sujeto era un espíritu maligno tendría que irse de ahí, si era sólo un ebrio
del pueblo no habría problema. Apenas prendí el cigarro el sujeto empezó a
patear la puerta, pude ver cómo sus ojos se prendían como dos carbones, ardían.
No tenía nada a la mano con qué defenderme, empecé a echar el humo hacia la
puerta y él empezó a aullar, eran los mismos aullidos de aquella noche. Con
miedo de que el cigarro se terminara por los tirones que le daba saqué otro para
empezar a prenderlo pero en ese momento vi como el tipo entraba y me miraba, sus
ojos se encendieron más, tenía colmillos, sus manos eran garras. Paralizado por
el miedo de lo que tenía enfrente tiré el cigarro nuevo y el que tenía en la
boca me fue arrebatado de un manotazo, pude sentir un arañón en el labio.
Desperté
empapado de sudor y con un hilo de sangre en el labio superior. Miré el reloj,
eran casi las dos de la madrugada. Al amanecer encontré en el piso, a unos
pasos de la puerta, un cigarro nuevo y otro a poco más de la mitad.
En
la noche la familia me preguntó cómo me
había hecho esa herida en el labio, el niño dijo que parecía un arañón. Les
dije que me había cortado al afeitarme. Terminada la cena bajé hecho un manojo
de nervios a casa, pero al llegar a ella el perro no estaba.
Las
noches siguieron pasando, la misma rutina, el mismo camino, pero ya nunca más
volví a ver al perro, desde que desapareció de mi puerta sólo escucho las
pisadas de un gato en el tejado.
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