4 de agosto de 2011

EL NAHUAL

Durante mi estancia en aquel pueblo de la sierra de Oaxaca, llamado Natividad, todas las noches cenaba en casa de una familia que se componía de un niño como de cinco o siete años, su madre, un señor ya entrado en años y su esposa. Terminada la cena regresaba a mi casa. Constantemente el señor me recomendaba cargar siempre cigarros y cerrillos, decía que el alquitrán y el tabaco ahuyentan a los malos espíritus. Jamás se me había ocurrido mejor pretexto para traer cigarros.

El trayecto para regresar a casa era siempre el mismo: bajar por una calle bastante inclinada, cruzar la cancha de basquetbol que había en el pueblo, pasar ladera abajo la primaria, rodear una fuente  y finalmente caminar por una vereda que  me llevaba a la casa que rentaba.

Desde la primera noche que llegué al pueblo un perro negro bastante grande estaba siempre echado frente a mi puerta pero al verme llegar se retiraba para darme el paso, yo lo agradecía ya que desde niño padezco cierta fobia a los perros.  Los días siguieron pasando, la rutina después de cenar era siempre la misma.

Una noche que hacía más frío del habitual se me antojó un cigarro y como siempre cargaba una cajetilla saqué uno, pero después de prenderlo, antes de cruzar la fuente, escuché un aullido que apuesto hubiera estremecido a cualquiera, luego los ladridos de un perro empezaron a oírse, supuse que era el perro que siempre estaba en mi puerta, así que caminé un poco más lento esperando que el animal dejara de ladrar, sin embargo los ladridos eran cada vez más fuertes y los aullidos, me atrevo a decir, adquirían eco. Asustado por cómo me recibiría tiré el cigarro para tomar una piedra del camino pero al llegar a casa el animal estaba tranquilo, tan tranquilo como siempre, y aunque creo que observó la piedra que llevaba en mi mano hizo caso omiso de ella yéndose.

Ya en casa preparé café y me puse a leer, pero a mitad de la lectura una duda me asaltó: ciertamente el perro estaba ahí todas las noches como esperando que yo llegara, como si cuidara la casa en mi ausencia, y al verme llegar aparentemente se iba, pero estando yo adentro ¿el perro estaría afuera, o realmente se iba?  Aquella noche los ladridos y los aullidos ya habían sido suficiente emoción por lo que decidí posponer la curiosidad.

En la cena comenté el suceso de la noche anterior y todos dijeron haber escuchado los aullidos y ladridos, les dije que probablemente habían sido del perro que siempre estaba echado frente a mi puerta,  los miembros de la mesa comenzaron a reír, yo me sentí incómodo al no entender el porqué de sus risas. El señor me explicó que los ladridos y aullidos de la noche anterior no eran de un perro común  y corriente, sino de el Nahual.

– ¿El qué? –pregunté como quien es alumno de otro idioma.

– El Nahual –me repitió el señor–  Unos dicen que es un mago que tiene la capacidad de convertirse en perro o en gato, otros aseguran que es el diablo. –con una sonrisa burlona le di un trago a mi taza de café y el señor continuó–  Los que dicen haber visto al Nahual cuentan que es un perro de color negro, tan negro que se confunde con la noche, un perro grande. Los que lo han visto en forma de gato cuentan más o menos lo mismo, un gato gigante y tan negro que sólo los buenos cazadores pueden distinguirlo entre la obscuridad –mi burla y escepticismo disminuyeron un poco y disminuyeron más cuando el niño tomó la  palabra.

–  Pero cuéntele del viajero abue.

– ¿Qué viajero? –pregunté al señor.

– Es una tontería joven, no vale la pena –interrumpió la señora que vio mi cara de citadino asustado.

– Por favor –insistí.

– Fue hace  mucho tiempo, yo era apenas un mocoso como mi nieto, él lo menciona porque  a veces lo asustamos con esa historia cuando no quiere  obedecer. Fue un turista que pasaba por aquí y el pueblo le gustó para quedarse un tiempo. Era un hombre alto, amable. Todos en el pueblo lo recibimos con los brazos abiertos, somos muy hospitalarios. Los primeros meses se veía contento, pero luego empezó a cambiar, se veía cada día más raro, a veces ya ni saludaba. Se notó a leguas que dejó de comer, se puso bien flaco, y caminaba como asustado. Los adultos nos decían que ya no nos acercáramos a él, y cada que nos veían saludándolo nos regañaban. Yo una vez lo vi en la noche, corriendo,  jamás he vuelto a ver a una persona correr así. De repente una mañana dejamos de verlo, todos pensaron que se había ido al monte, o a la ciudad, o a algún lugar, pero después de una semana nadie daba razón de él, quince días y nada, hasta que se pasaron meses la autoridad decidió entrar a su casa. Me acuerdo que acompañé a mi papá a tirar la puerta con otros dos tíos y unos vecinos, el síndico dijo que nada de agarrar cosas, que había que buscar una agenda o una credencial, no encontramos nada. Pasaron como tres meses y un día el finado Don Eustasio bajó del monte corriendo, no traía su escopeta, cosa rara en Don Eustasio. Venía bien asustado, me acuerdo que mi mamá y su comadre Lencha tuvieron que darle una buena rociada de alcohol. Ya que se calmó dijo que no diría nada hasta tener a un sacerdote enfrente. Esa misma noche llegó un cura, todo el pueblo fue a casa de Don Esutasio, el pobre estaba blanco y a cada rato le daban escalofríos.  –el señor empezó a mover la cabeza de un lado a otro y le dio un trago a su café–  Habíamos un resto de chamacos ahí, a nadie se le ocurrió sacarnos o hacer algo pa´ que no escucháramos las tarugadas que...

– Son cosas serias –interrumpió la señora– No tarugadas como tú dices.

– Tú también estabas ahí, no digas que no te sonaron a tarugadas.

–  Pero acuérdate que luego fuimos a verlo y lo que se ve no se juzga.

– Bueno, bueno, el caso es que Don Eustacio dijo que había encontrado al viajero, estaba en el monte, muerto, pero lo raro es que no apestaba a podrido, a muerto, sino como a azufre y que tenía unas mordidotas como de perro en las piernas y en los brazos, y que todo el cuerpo estaba arañado y parecía como si todavía sangrara. Todos los que estábamos ahí escuchándolo nos quedamos callados, no sabíamos que hacer, la mirada del pobre hombre se perdía, parecía como si todavía pudiera ver al muerto. El cura sólo le dio la bendición y dijo que había que ir por el cadáver. Unos se apuntaron para ir y otros para cavar la tumba, había que tenerla lista pa cuando el cuerpo llegara.

A estas alturas yo estaba impresionado por el rostro del señor, sus manos empezaban a temblar, la señora sólo movía la cabeza como queriendo no recordar, y el niño que había pedido la historia estaba casi tan intrigado como yo.

– Todos éramos una bola de escuincles metiches y morbosos. –continuó el señor– Nos organizamos para seguir a los adultos y que no nos vieran, queríamos  ver al viajero. Parece increíble que no se hayan dado cuenta de que los seguíamos hasta que empezamos a pegar de gritos al ver al muerto. De veras joven, era una cosa horrible, estaba igual de alto y se veía igual de fuerte que cuando llegó, parecía como si estuviera vivo, tenía los ojos bien abiertotes, la boca abiertota, pero en las piernas y los brazos se le veían unas mordidas horribles, y en el pecho los arañones de quién sabe qué animal, de veras que él sangraba joven. Toda la bola de escuincles empezamos a gritar, los adultos agarraron a las niñas que iban con nosotros y les taparon los ojos, dos o tres vomitaron, una si no mal recuerdo hasta se desmayó. Dos señores nos bajaron al pueblo y los demás se quedaron para recoger al pobre hombre. El tiempo pasó, lo enterraron y todo, después vinieron los comentarios: Que fue un león el que le hizo eso, que fue un lobo, que fue el sereno. Hasta que un día un viejo con toda la seguridad del mundo dijo: fue el Nahual. Nadie se atrevió a contrariarlo. El Nahual en forma de perro, pos se dicen que había pelos de perro en el cuerpo, y los arañones… créame, eran de auténticas garras. En paz descanse.

El pobre señor sudaba y los ojos se le movían de un lado a otro, como buscando un punto para eludir el recuerdo. Mientras tanto el niño que ya conocía la historia al derecho y al revés estaba mucho menos asustado que yo.

– ¡Ay abue! –dijo el niño molesto– ¿Por qué no le ha dicho lo de la casa?

– Cállate pinche escuincle –lo reprendió la madre.

– ¿Qué casa? –pregunte.

–  Ninguna joven, ninguna... –dijo la señora levantándose de la mesa bastante nerviosa.

– La casa donde usted vive –dijo el niño– Es la casa de aquel señor, el de la historia que acaba de contar mi abue. ¿Verdad má?

Mi mirada se dirigió al señor esperando una respuesta negativa, pero él sólo afirmó.

– Sí joven, esa es la casa en la que hace más de sesenta años yo acompañé a mi padre a tirar la puerta. –el niño estaba feliz, al fin habían contado la historia completa.


El perro estaba enfrente como todas las noches e igual que siempre al verme llegar se retiró, entré con más frío del habitual, puse café y me prepare a leer. ¿Y si el perro sigue ahí? Tenía la piel de gallina, sin embargo no había escuchado aullidos ni ladridos; no me quedaría con la duda, salí a ver.

No había un perro fuera de mi casa, había un hombre alto, viendo de un lugar a otro, como vigilando. Yo estaba asustado, no sentía las piernas, pero recordé lo del cigarro: “el alquitrán y el tabaco ahuyentan los malos espíritus”. Si el sujeto era un espíritu maligno tendría que irse de ahí, si era sólo un ebrio del pueblo no habría problema. Apenas prendí el cigarro el sujeto empezó a patear la puerta, pude ver cómo sus ojos se prendían como dos carbones, ardían. No tenía nada a la mano con qué defenderme, empecé a echar el humo hacia la puerta y él empezó a aullar, eran los mismos aullidos de aquella noche. Con miedo de que el cigarro se terminara por los tirones que le daba saqué otro para empezar a prenderlo pero en ese momento vi como el tipo entraba y me miraba, sus ojos se encendieron más, tenía colmillos, sus manos eran garras. Paralizado por el miedo de lo que tenía enfrente tiré el cigarro nuevo y el que tenía en la boca me fue arrebatado de un manotazo, pude sentir un arañón en el labio.

Desperté empapado de sudor y con un hilo de sangre en el labio superior. Miré el reloj, eran casi las dos de la madrugada. Al amanecer encontré en el piso, a unos pasos de la puerta, un cigarro nuevo y otro a poco más de la mitad.

En la noche la familia me preguntó  cómo me había hecho esa herida en el labio, el niño dijo que parecía un arañón. Les dije que me había cortado al afeitarme. Terminada la cena bajé hecho un manojo de nervios a casa, pero al llegar a ella el perro no estaba.


Las noches siguieron pasando, la misma rutina, el mismo camino, pero ya nunca más volví a ver al perro, desde que desapareció de mi puerta sólo escucho las pisadas de un gato en el tejado.


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