Mi colchón quedaba frente a la ventana del cuartito
donde vivía y la vista que ésta me daba en las mañanas me gustaba, a diferencia
de la ciudad se veían árboles y aves que uno sólo ve en libros o internet.
Habrán sido más o menos las tres o cuatro de la
madrugada, era la tercera noche que no dormía y estaba exhausto, apagué la luz para
ir a la cama. La luna llena que había iluminaba muy bien el monte y un pedacito
de mi cuarto.
Escuché un ruido en la ventana, pensé que otra vez
se había abierto por una ráfaga de aire o un ave nocturna la estaba picoteando
así que di la vuelta para ver, la ventana estaba cerrada y no había ningún
pájaro afuera, me tallé los ojos ya que creí ver la sombra de una persona
dentro, quizá alguien se había metido. Yo tenía tanto sueño aquella noche que
no me importó si era un ladrón, el pobre hombre se llevaría una gran decepción
al ver lo que yo tenía. La vista se me aclaró y pude ver a una mujer, en mi
vida había visto una mujer tan hermosa, me atrevo a jurar que su figura
superaba a cualquiera de las modelos que ponen en portadas de
revistas o en televisión. Tenía con vestido blanco, cabello largo y negro, de
tez apiñonada. Gracias a la luz de la luna pude ver que me sonreía, pero al observar
su cuerpo vi que no tenía piernas, estaba como flotando y yo tenía tanto sueño
que la dejé ahí y me dormí.
Al día siguiente platiqué lo sucedido a dos o tres
personas del pueblo y todas se rieron de mí diciéndome que seguramente
estaba borracho pues por la descripción que les daba de la mujer ella era la
Matlacihua y se le aparecía solamente a los hombres ebrios para seducirlos e
irlos a tirar a un barranco o a un espinal.
Yo no bebía, pero desde que los pueblerinos me contaron
esa historia suelo cerrar la jornada con unos tragos de mezcal
esperando que esa mujer venga de nuevo, quizá borracho y con menos sueño que el
de aquella noche pueda encontrarle las piernas, entonces valdrá la pena
terminar entre espinas o volando en un acantilado.
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