4 de agosto de 2011

LA PUERTA

 I

Cuando despertaron estaban así, uno encima del otro; sus manos igual que sus labios...

II

 Era la cuarta vez que llamaba al mismo número, las cuatro veces lo había marcado correctamente y las cuatro ocasiones había contestado aquella molesta grabación diciendo que ese número no existía. Lo más lógico era pensar que ella había cambiado su teléfono desde aquella disputa. Así que decidió darse un baño, preparar  sus cosas e  ir a buscarla, en el camino compraría unas flores o alguna cursilería.


El baño fue muy rápido y muy aburrido, ella no estaba. El agua es limpia y pura, la usan para limpiar los pecados, pero sin ella no había pecados que limpiar y peor aún, no podía pecar mientras era purificado.

En el camino, vio que iba solo, como antes de conocerla, siempre solo. Ahora no podía darle la mano o abrazarla. El trafico como siempre era lento, decidió dormirse y recordó que anoche la cama le había quedado grande; se recargó contra la ventana, el sueño lo dominó en cuestión de minutos. El camión hizo la parada, subió una anciana que se sentó a su lado. Ahora ya no estaba solo, ahora tenía a su lado a una venerable anciana que le brindaba consejos y técnicas patentadas para dormir en los camiones sin necesidad de empañar los vidrios con la respiración o de mancharlos con saliva, además le recomendaba seria y continuamente no tomar posturas de ese tipo ya que el cuello podría resentirlas con el tiempo. Prefirió seguir solo e hizo la parada para caminar las cuadras restantes.

No había comprado nada, ni una rosa, ni un estúpido muñequito, llegaba con las manos vacías (como siempre). Pensó que lo mejor sería ir a buscarla a su cubículo, en donde nunca antes la había visitado, ni siquiera para darle los buenos días o algo por el estilo. Buscó su oficina, de puerta en puerta, de piso en piso, de par en par. Preguntó a algunos intendentes e incluso a dos o tres secretarias con minifalda. Recorrió el edificio de diecisiete pisos siete veces, de arriba a abajo. Finalmente preguntó a un guardia viejo; el guardia apenas tenía dientes, usaba unas gafas muy viejas, incluso parecían empolvadas, sus huesos rechinaban a cada movimiento que daba y aunque apenas oía, fue el único que le pudo dar la ubicación del lugar que buscaba, dio las gracias e inmediatamente tomó el ascensor que lo llevaría por octava vez al décimo séptimo piso, pero en esta ocasión sabía hacia dónde dirigirse, caminó los  pasos indicados y finalmente vio frente a él  la puerta que tanto buscaba. Le extrañó ver una puerta tan sucia, sacudió la plaquita que debería decir el nombre de ella y en efecto, ese era su cubículo. Entro sin tocar, pero no la encontró, la oficina parecía abandonada, los lápices y las plumas estaban fuera de lugar, había algunas hojas tiradas y varios cuadernos amontonados en un rincón del escritorio. Comenzó a hojearlos, se encontró que uno era el diario de la que tanto extrañaba y vio que la última hoja tenia la fecha del 29 de noviembre de 1986, lo cerró, salió de la pequeña y descuidada oficina algo decepcionado, ella no estaba ahí.

Bajó por las escaleras, la vaga idea de que tal vez podría encontrarla por ese camino le gustó y decidió probar suerte. Finalmente estaba solo y bajando los últimos tres escalones. Allá en la puerta estaba sentado el viejo policía que le había dicho donde encontrarla, pero ahora estaba llorando.

-          No la encontró ¿verdad? –sollozó el policía.

-          No, quizá salió.

-          Si, olvidé decírselo.

-          ¿Sabe a qué hora volverá?

-          Ella no volverá, cuando uno se va es para nunca volver. Era muy buena y  muy bonita, pero no va a volver. Quizá allá ya no esté tan sola, ya no...

El pobre anciano se perdió en su llanto y él salió bastante desconcertado. Quiso ir a buscarla a su casa, realmente quería verla, pero no sabía dónde vivía, ella jamás se lo dijo. Las dos o tres veces que él lo preguntaba ella desviaba el tema poniendo sus carnosos labios sobre los de él. La única ocasión que la había acompañado ella le dio un enorme beso cuando estaban en la esquina de su calle y le pidió de favor que la dejara ahí, que no era buena idea llevarla hasta la puerta y otro beso más bastó para convencerlo.

Regresó a ningún lugar, derrotado y triste, no tenía su teléfono, no sabía donde vivía y en el trabajo el viejo decía que ella ya no regresaría. Realmente necesitaba verla, pero ¿Dónde encontrarla?. 29 de noviembre del 86, era lo último que ella había escrito en su diario, era lo más cercano a una dirección o a un teléfono.

-          ¡Ya sé! Lo único que tengo que hacer es viajar por el tiempo, al pasado.  

Así lo hizo, ella le había enseñado a hacerlo y él lo recordaba muy bien (le enseño a viajar en el tiempo mientras hacían el amor). Viajó al 29 de noviembre de 1986. Ya era de noche, o al menos estaba oscuro y efectivamente ahí estaba ella, tendida a mitad de la calle, sangrando y con sus ojos entrecerrados. Él corrió hacia ella inmediatamente, la abrazó, ella sonrió.

-          Lo sabía, sabía que vendrías.

La ambulancia llegó, ella murió en el transcurso del viaje acompañada por él. Cuando notificó el deceso al conductor se encontró que el copiloto era el viejo policía (que aun no era tan viejo), el piloto sólo apagó la sirena. Regresó a su lugar, al lado de ella y se encontró con un problema, ella le había enseñado a viajar en el tiempo, pero únicamente al pasado, nunca al futuro, no sabía cómo volver, ella era siempre la encargada de regresarlos a ambos. Una idea cruzo por su mente, lo único que tenía que hacer era abrir la puerta de la ambulancia, dar un paso y de nuevo se encontraría en su tiempo. Abrió la puerta... La ambulancia freno precipitadamente y el policía le pregunto al chofer.

-          ¿Y ahora?

-          Ahora tendré que poner en el reporte dos muertos: Una atropellada y un suicida. Ayúdeme a recogerlo, hay que echarlo para adentro.

-          ¿Pero dónde? Ahí ya no cabe...

-          Encima de ella, al cabo que los dos ya están muertos.

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