4 de agosto de 2011

EL VALLE DE LOS MUERTOS


I

Aquí a pesar del calor que hace tomamos el café y la sopa bien caliente. El sol nos quema desde que amanece hasta que la luna empieza a salir, pero el calor incluso en las noches es insoportable. Las casas donde vivimos son de paredes tan delgadas como el cartón, pero no las puedes tirar. Cuando llueve es horrible porque las paredes se mojan y luego sudan podredumbre, apestan a vida, contaminan todo lo que hay a su alrededor.


Desde que llegué a éste sitio siento pequeños cosquilleos en todo el cuerpo, primero pensé que era el calor; que mi cuerpo no estaba acostumbrado a semejantes temperaturas. Pero ahora, con el pasar de los años mi vista se ha agudizado y me doy cuenta de que esos cosquilleos son unas arañas pequeñitas, una especie de hormigas que se alimentan de uno. Los cosquilleos que sentía eran sus pequeños dientes devorando mi cuerpo, en las noches puedo sentir como van comiendo mi carne poco a poco y yo no puedo hacer nada porque el calor te adormece a extremos inimaginables.

Por las mañanas me mandan la plaga de los trastes sucios. Cuando las cosas se ponen peor, termino lavando a mano las letrinas y el olor que estas producen es insoportable; además dentro de ellas hay una especie de animales que te miran con ojos de súplica pidiéndote que cages sobre ellos, son unos animales idénticos a nosotros sólo que con peor aliento.

Dentro de éste lugar es un gigante quien lo gobierna todo. En las noches no deja de roncar; por los días se la pasa gritando y escupiendo una sustancia viscosa entre verde  y café que si la pisas quedas pegado y nadie ni nada puede despegarte; muchos que han caído en ella, en la desesperación idean como cortarse las piernas, y sus piernas yacen hasta hoy día ahí pegadas, como alimento de moscas y ratones.

Hay una cantidad impresionante de ciegos, todos visten harapos, andan descalzos y piden que los ayudes a cruzar a Ningún Lugar. Un día ayudé a cruzar a uno y en el camino me dijo que yo tenía la piel joven, que sin duda era nuevo. Cuando llegamos me dio la espalda y me dijo que nunca mirara al Gigante directo a los ojos porque eso lo enfurecía y me sacaría los ojos inmediatamente, entonces sería uno de ellos y pasaría el resto de la eternidad pidiendo ayuda para poder cruzar y llegar a Ningún Lugar.

Cuentan que uno de los que llegó a este sitio desafió al Gigante y él sin mayor rodeo le arrancó la cabeza de una mordida, luego coció el resto del cuerpo poniéndolo a los rayos del sol. Eso dicen porque el Gigante acostumbra a jugar con un par de fémures y un cráneo bastante desfigurado.

Constantemente al otro lado de la pared se escucha mucho ruido, a veces se oyen gritos de mujeres y risas de otro que parece ser Gigante.
Lo peor del caso es que no sé  porqué sigo aquí, sé que puedo escapar, las puertas siempre están abiertas, pero algo me detiene; no son las cadenas, ni estos muros, es algo más allá. Se sabe de muchos que han intentado llegar a tierras lejanas, donde haga menos calor, pero han quedado en el intento, ya sea por insolación, por hambre o por miedo. El miedo es el manjar que más disfruta este Gigante.

El calor es insoportable, dicen que lo que sudamos es nuestra alma, que cuando nuestra alma se haya consumido entonces dejaremos de sudar y comenzaremos a calcinarnos para ser ceniza y terminar como esas montañas de tierra negra que gobiernan el panorama.

Tengo tanto que contarte ahora que estoy en este lugar, un lugar que espero no tengas que pisar jamás. El problema es que mi sangre no alcanza para escribirte todo lo que quisiera contarte y además hasta ahora no encuentro manera de hacerte llegar una señal de vida desde el Valle de los Muertos.

 II

Existe una montaña distinta a todas, su color azul rompe con el panorama negro que se dibuja en todo el Valle. Unos dicen que es hielo, pero claro, creer esto es imposible pues con el calor que hace aquí apuesto que un iceberg sólo tardaría un par de horas en derretirse.

Hay un grupo de ciegos que  antes de ver al Gigante a los ojos se aventuraron a escalar hasta la punta de aquella montaña. Los doce hombres parecen más trastornados por lo que dicen haber visto ahí que porque el Gigante les haya sacado los ojos.

Algunas veces he ayudado a dos de ellos a cruzar a Ningún Lugar y en agradecimiento me dieron un consejo que a mi más bien me pareció sentencia, casi amenaza.

-          Jamás te acerques a la Montaña Azul.

Los años han seguido pasando y ayer que ayudé a cruzar al mismo par de ciegos les pregunté qué había en la punta de la Montaña Azul. Ambos suspiraron como desempolvando el olvido que jamás han guardado, y cuando llegamos a Ningún Lugar me dijeron que me sentara.

-          Es fría, muy fría – me dijo el primero de ellos– Pero es un frío que lo siente hasta en los huesos, todos nosotros lo sentimos en lo que nos quedaba de alma. Los ojos se vuelven fríos y empiezas a ver cosas que no existen, luego dejas de ver un  tiempo, tienes que dormir y al abrir los ojos creer que has despertado para seguir subiendo. Estando ahí perdí la noción del tiempo, pero te juro que fueron años los que tardamos en llegar, o quizá... sólo hayan sido días, al borde de la locura el tiempo es muy relativo.

-          No –tomó la palabra el otro ciego– Uno no necesita estar loco para ser víctima del tiempo; sí, fueron años, pero... cuando bajamos fueron sólo unas horas.

-          ¿Qué hay en esa Montaña? –pregunté.

-          Hay muchas cosas y hay Nada; dragones congelados, algunos tienen su fuego congelado, la mayoría están volando. También vimos ángeles congelados, sus alas de plumas tan blancas se confundían con el hielo que los envolvía. Vimos muchos lobos, un río enorme que jamás supimos donde nacía, árboles blancos y ya no recuerdo que más.

-          Todo congelado, todo... –señaló el otro ciego.

-          ¿Pero y en la punta? ¿Qué hay en la cima? –pregunté ansioso.

-          Hay Nada –dijo el primer ciego–

-          ¡Mientes! Si hay, si hay... –gritó el segundo muy alterado.

-          ¿Qué? –pregunte intrigado por las reacciones de ambos–

-          Hay un viejo de larga barba blanca  –tomó la palabra el segundo ciego– cejas muy espesas también blancas, cabello largo y canoso; también está congelado, tiene los ojos abiertos, sus ojos son casi grises, su mirada es soberbia, parecía como si pudiera mirar. Sus manos son del tamaño de dos o tres gigantes juntos, Él es enorme, Él estaba ahí.

-          Ahí no había nada, convéncete de una maldita vez  –se puso de pie el primer ciego– ¡Ahí sólo hay Nada!

-          ¿Por qué lo niegas?

-          No puedes negar lo que no existe.

-          Él es Dios, lo puedo jurar –habló el segundo ciego, lo dijo como si pudiera ver, parecía verme directo a los ojos temblando lleno de Fe– él es Dios y un día va a venir a desaparecer éste maldito calor, él vive en la Montaña Azul, ahí hace frió, no calor, él es Dios...

-          ¡Ahí sólo hay Nada! –grito irritado el otro ciego–  y  la verdad prefiero éste calor infernal al maldito frió de la Montaña Azul.

Los dos ciegos comenzaron a gritar más y más. Yo me arrepentí de haber preguntado, así que los dejé solos en Ningún Lugar.

Uno decía que ahí estaba Dios, otro decía que ahí había nada. Yo creo que ambos vieron bien.


III

Tengo muchas cartas que he escrito estando aquí, parecen postales del Valle de Los Muertos, postales que fotografían a la Nada con una resolución tan nítida que puedes ver el Infinito y tu vista se pierde ahí. Ahí es donde terminé perdido, en el Infinito, y no sé cuánto tiempo haya pasado desde entonces, sólo sé que no me encuentro, y ésta obscuridad tan trémula no me deja ver más allá de una ceguera que sólo dibuja una sombra gigante abrazándome.

Tengo en mi dedo índice el hilito de sangre con el que he escrito todas mis cartas, espero no desangrarme antes de escribir sobre esta tela de noche sin luna, que el Valle de los Muertos es un lugar inexistente al igual que todos nosotros, y que la montaña Azul se ve desde  aquí si cierras  los ojos, el que está en la punta de ella y congelado soy Yo.

No hay comentarios: