8 de agosto de 2011

SILENCIO ETERNO

Desde siempre el ruido me ha parecido asqueroso, además de ensordecedor y abrumador; el ruido me produce nauseas. Con el paso del tiempo he podido controlar esta repulsión patológica hacia el ruido, sin embargo en cuanto tengo contacto con él, mi humor cambia inmediatamente ¡no soporto el ruido!

De alguna u otra manera mis oídos han generado una extraña cualidad, en las calles parecen cerrarse al ruido de los camiones, a los gritos de la gente y al sonido ambiental en general, minorizan todo este muladar de sonidos sin sentido. Sin embargo, en casa mis oídos pierden esa cualidad, se vuelven tan sensibles como cualquier otro oído y me ensordece el ruido que la familia hace para “convivir”, el ruido de la tele me irrita más que ningún otro, el de las riñas familiares me exaspera, el de la radio me marea, el de los murmullos me irrita y en general cualquier ruido que se produzca en casa me saca de quicio. Más cuando quiero un momento de tranquilad, o leer, o tener un par de minutos para el reposo de las ideas, o simplemente dormir.


La música me agrada, pero no entiendo porqué la gente califica de música al ruido. Una vez destroce una radio a patadas en una salde estar, porque de él sólo salía una voz chillona y monótona; como es de suponerse aquel incidente me costo que me echaran del lugar, pero si pudiera haría lo mismo con cada radio que produjera las misma estridencias.

Hace algunos meses en mi desesperación por encontrar un lugar de silencio, me aventure al viejo desván que hay en casa, en cuanto estuve dentro y cerré la puerta, mi tranquilidad fue inmediata, no había sonido alguno, ¡había encontrado el lugar perfecto! el silencio era dueño de aquel lugar. No sé cuánto tiempo habré pasado en esa cueva, pero fue reconfortante. Después de aquella vez comencé a frecuentar ese sitio.

Una tarde algo perturbó el silencio de aquel reciento, pude escuchar una rata, una maldita rata royendo el silencio, mi ira fue tal que empecé a tirar cajas y cajas hasta ver al maldito roedor, a pesar de que las ratas me dan asco (aunque no tanto como el ruido) la tome de la cola y además de que trato de morderme, chilló, le hubiera perdonado la vida, la hubiera dejado correr, pero su maldito chillido me irritó de tal forma que la arroje contra la pared, volvió a chillar y furioso comencé a patearla... Cuando por fin se calló, me di cuenta de que las partes del animal estaban regadas por el cuarto, la cola estaba en el piso, un ojo estaba sobre una tabla, una pata estaba resbalando de la pared y barias cajas tenían su sangre; pero ahora todo estaba bien, sólo había silencio. Ya tranquilo, tomé entre mis brazos lo que quedaba del cuadrúpedo y lo arrulle para que no se le ocurriera resucitar, le canté hasta que pensé no despertaría, después lo puse entre un par de cajas donde ya no podría roer el silencio. Pablo, así bauticé a la rata muerta y destripada; Pablo era mi amigo del silencio, cuando quería platicar con alguien él era el indicado, siempre me escuchaba y nunca hacía ruido ni nada que me desagradase, sólo me veía con un ojo que me recomendaba guardar silencio.

Era el tercer día que no entraba a mi cueva, no había tenido necesidad de ella, pero esa noche el ruido de casa era insoportable, así que acudí a ella esperando que Pablo me recibiera entre sus dos cajas con la misma mirada. Sin embargo al entrar, me encontré  con que mi amigo tenía nuevas amigas, y eso no me hubiera molestado en lo más mínimo, sin embargo todas sus amigas eran demasiado ruidosas, me pareció que zumbaban para hacerme enfadar, les pedí cortésmente que se callaran o que dejaran el lugar, incluso le pedí a Pablo que las despidiese, pero él no hizo nada y sus amigas siguieron zumbando; el lugar comenzaba a oler mal e incluso llegué a pensar que Pablo había aprovechado mi ausencia para realizar una bacanal con ellas. Furioso por el ruido que las malditas moscas hacían, comencé a aventarles cajas y a maldecirlas. Atrape a dos o tres con mis manos y disfruté enormemente aplastarlas entre mis dedos, sin embargo el resto revoloteaba ruidosamente en todo el lugar, avente cajas y más cajas hasta que me encontré con una  pequeña caja rectangular de madera diferente a todas las de cartón que habían sido misiles en pro del silencio, abrí la pequeña caja, era una pistola, mire a Pablo y a la pistola, entonces como buen amigo la mirada de Pablo me sugirió algo... Tenía en mis manos el pasaporte al silencio, el precio era relativamente económico: un gran estruendo por una eternidad de silencio. Hubiera sido bueno meditarlo, pero las malditas moscas no dejaban de zumbar e incluso una tuvo la impertinencia de revolotear en mis narices, miré a Pablo y por última vez le pedí que despidiera a sus insensatas amigas, sin embargo su mirada sólo apuntaba al pasaporte del silencio.

Aun recuerdo el estruendo, era como para vomitar, y creo que me dio tiempo de hacerlo. Sin embargo hoy estoy a gusto, a obscuras y en silencio. Ya ni mi cuerpo hace ruido y las ideas que podían hacer algo de eco son eliminadas por los gusanos que se alimentan de ellas. 

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